Chapter 11: ENCUENTROS 1
Embriagada de la gran fama que siempre ha tenido la capital francesa, gracias a su música, moda y monumentos, llegué a París para estudiar Política e Historia por tres años. Mi padre, muy seguro, afirmaba que al cabo de ese tiempo regresaría con una visión más amplia sobre mis responsabilidades futuras con el reino. Para mí, París es una ciudad muy pintoresca. Al recorrer aquellos años, recuerdo con exactitud la sombra de la cordillera que pasaba por su horizonte y los vientos frescos cuando desplegaba sus alas el verano. Tomaba clases con varios estudiosos, unas por la mañana y otras por la tarde. Por las tardes o cuando me era apetecible, acostumbraba a encerrarme en la habitación de un convento, que hospedaba a varios herederos a la corona o hijos de magistrados importantes, y me deleitaba el paso del tiempo deslizándose, las hojas secas ser arrastradas a lo lejos, los troncos desnudarse ante la fina capa blanca que tocaban, el nacimiento de las flores o el canto de los pájaros en una ramada. A veces, vagabundeaba por las calles y alguna flor se posaba en mi frente y caía silenciosa en la acera.
Me llegaban noticias de mi padre y del reino una vez por semana. Yo, entretanto, procuraba escribir dos veces por mes. Conocí al duque cuando limpiaba la polvareda de unos libros antiguos que nos interesaron. Era de contextura ancha y sus patillas negras bien cuidadas captaron la atención de cualquier joven e incluso de algunas damas de la corte que había ido a educarse en París. Al inicio, su temperamento le daba el aire propio de un hombre de convicciones que piensa a menudo en cada conversación e introduce sutilmente frases aristotélicas o platónicas. Tal vez, pudo haber surgido algún sentimiento incipiente cuando ya en el palacio convertimos nuestra relación de amistad en algo más formal, aunque se deshizo cuando descubrí su verdadera esencia.
Cuando mi padre hizo público nuestro noviazgo sentí que le había otorgado un poder sobrenatural sobre mi persona. Era controlador y deseaba que fuera muy atenta y callada en su presencia. Yo asentí. Acepté tímidamente su modo de amarme, tal vez, porque Vorgath había impreso esa idea de que ser una Reina también era sinónimo de sumisión y obediencia al Rey. De hecho, cuando llegara al trono, si bien, tendría algunas responsabilidades esperándome, las cuestiones más importantes solo tendrían la atención del Rey. Fue así como las flores que imaginé que recogería se iban secando.
Creo que una de las noticias que más me impactó, durante mi estadía en París mientras me esmeraba por cuestiones de política y filosofía, fue los rumores de un tal Jungkook que acechaba a mi padre, amenazando con destruir el reino. Decían que era un hombre sanguinario y, que además de ello, era un criminal que amedrentaba a la población con sus actos. Había quemado el templo donde se guardaban los restos de los reyes que habían sucedido en el trono a mi padre y objetos de valor que solo eran usados por el Rey en ceremonias especiales.
Había causado disturbios en el mercado incentivando a los campesinos a que se negaran a pagar los impuestos reales porque eran cobros innecesarios. Con algunos de sus hombres habían robado las provisiones que guardaba el soberano en graneros inmensos para repartirlas entre ellos y sus familias. El hecho que más me inquietó fue cuando el hombre había llegado a la sala real del palacio para intimidar al Rey y a su corte con la destrucción total de la capital de Valtoria si se prohibía que sus hombres tomaran el control de algunos puestos de poder. Por ello, y no podía ser de otro modo, el palacio alertó al pueblo y a los magistrados de la situación.
Desde aquel momento, buscarían al hombre y lo traerían vivo para que rinda cuentas al Rey. Más tarde, me enteré de otra versión de los hechos. Dunovan, uno de los consejeros, me informó que si bien el hombre había provocado escándalo y preocupación, sus motivaciones no obedecían a las de un criminal, más bien pertenecían a un orden más humanista, buscaba terminar con la injusticia. Una idea que no me quedaba del todo clara.
A los pocos días de pisar Valtoria, escuché que lo habían capturado y lo habían encerrado junto a otros ladrones en la cantera, pues así se evitaba la huida de cualquier malhechor. Mi padre se sentía orgulloso por ese logro y cuando algún político de un reino vecino nos visitaba, el Rey lo exhibía como un animal peligroso entre palos y cadenas.
—Su alteza, dicen que ese hombre incluso les roba la comida a sus otros compañeros.
—¿De verdad? —dije asombrada al sentarme frente a mi tutora de clases de piano.
Después, entendí que él probablemente lo hacía porque comía una vez cada dos días. Era evidente que mi padre lo quería muerto pero de forma discreta. No podía matarlo en la plaza central frente al pueblo porque tenía un número considerado de seguidores y estos podrían desquitarse con el Rey, sumergiendo el reino en caos.
—Si muere diremos que el trabajo extenuado lo hizo. Así no tendremos problemas.
En el palacio era una maldición pronunciar su nombre pues equivalía a meterte un poco de basura entre los dientes. Para evitar decir su nombre lo llamaban el preso número 220. Hasta parecía que hablar sobre él era considerado un crimen.
☆ ☆ ☆
Cierto día, mi padre me ordenó que inspeccionara el trabajo en las canteras. Me desagradó la idea porque nunca lo había hecho. Mi enojo se transformó en ilusión al pensar que conocería al preso 220 en persona.
Montículos de piedra por todos lados, hombres semidesnudos con martillos y herramientas a mano, sonidos que se perdían en la piedra destrozada... Algunos llevaban grilletes y otros no. Algunos eran inspeccionados por varios verdugos. El motivo de mi visita era encontrar las dinamitas que habían sido robadas de la bodega de la cantera. Mi padre me pidió con urgencia que encontrara al culpable porque de lo contrario había la posibilidad de que estallando una dinamita, alguna sección de la cantera abriría sus entrañas para servir de escape a los presos.
—¿Quienes creen que pudieron haber sido? —pregunté a los verdugos.
Me trajeron enseguida tres hombres. Dos de ellos barbudos, el otro era muy joven. Dijeron sus números: 456, 378 y 220.
—Debe haber más sospechas por el preso 220 —aseveré a lo que asintieron todos—. Entonces háganlo hablar.
Lo tomaron por los brazos y lo hicieron arrodillar. El preso me miraba desafiante. Enseguida juzgué que tenía un rostro nada común frente a las cosas horrendas que había cometido. Me pareció que este no correspondía a las ideas malévolas que se habían concebido en su contra. Me he llevado la idea de que el rostro es el fiel reflejo del alma, no en el sentido de su belleza sino más bien, la paz o la maldad que puedan transmitir. Tomaron dos látigos y acomodaron su espalda para que no pudiera eludir sus chasquidos.
—Vendré más tarde —dije antes de que comiencen— no soporto la violencia—aclaré excusándome—. Para entonces quiero que él sea valiente y me lo diga.
Subí al caballo con ayuda de un criado y tomé las riendas. Jamás pensé que encontraría al culpable tan pronto, al supuesto culpable. De repente, la voz de un anciano me detuvo.
—Su alteza.
—¿Alguien me llamó?
—El anciano de allá. De seguro no es nada. A lo mejor quiere pedirle que lo saque de aquí —aclaró el criado.
El viejo se acercó tambaleante y se detuvo ante mi caballo. Estiraba su cuello al hablarme.
—Su alteza. He oído que usted es más bondadosa que su padre.
—¿Por qué dice eso?
—No puedo callar frente a tanta maldad.
—¿Ha visto algo indebido?
—Es sobre el hombre que se piensa que robó de la bodega.
—¿El preso 220?
Asintió.
—Yo puedo asegurarle que él no ha sido.
—¿Usted sabe entonces quién fue?
—No, pero puedo decirle con certeza que él nunca haría eso.
—¿Por qué puede asegurarme? ¿Acaso no ha oído los crímenes atroces que ha cometido?
—Son mentiras. Ese hombre es uno de los pocos de este lugar que demuestra decencia en sus acciones. Yo le aseguro que él no fue, por mi vida se lo digo.
—Veo que se preocupa mucho por esto. Si me demuestra que fue otra persona la que robó la bodega, le creeré que no fue él.
Antes de perder los últimos rayos de sol me dirigí nuevamente a la cantera. Delante mío observaba un hombre de camisón largo con varios agujeros al igual que su pantalón. Supuse que debían ser las marcas que el látigo había dejado.
—Y bien ¿va a confesar lo que hizo?
Él tratando de erguirse me dijo:
—¿Quiere que sea honesto?
—¿Por fin lo acabas de entender? No creo que el maltrato haga tanto efecto —respondí irónica.
—Entonces, comience usted.
Me quedé atónita.
—¿Qué intenta?
—Si usted pide honestidad también debería serlo con nosotros. ¿Por qué no nos dice la verdad sobre el trigo que guardan en el granero para venderlo a otros en vez de dárselo al pueblo hambriento por la sequía?
—¿Cómo?
Uno de los verdugos lo golpeó en la espalda con el látigo.
—Insolente. No vas a durar mucho así con esa actitud arrogante —dijo uno de los que me acompañaban.
Él con ambas manos en el piso hizo lo posible por erguirse pero no lo logró.
Me puse en cunclillas y me acerqué a su rostro.
—¿Fuiste tú? ¿Verdad?
Él con ojos cansados me escupió esta respuesta:
—No soy como todos dicen. Soy alguien que agreden injustamente.
Me levanté pensativa. ¿Cómo las palabras de un preso podían haber tenido tanto impacto en mí, si se suponía que venían de un ser vil y mezquino?
Desde ese día ordené que lo vigilaran.