Cultivador en Hogwarts

Chapter 8: Capítulo 8 – El Gato, el Caos y el Picnic



El Primer Signo del Desastre

La primera señal de calamidad fue el silencio. No ese soporífero que envuelve las mañanas grises de Hogwarts, sino un zumbido tenso, una ausencia casi mágica de ruido que hacía contener la respiración hasta a los retratos.

La profesora McGonagall había desaparecido.

No de ese "llegó tarde a clase y se metió al salón de profesores por una galleta". No. Había desaparecido en el sentido más mágico y aterrador de la palabra. Un momento revisaba sus apuntes de Trasfiguraciones; al siguiente, ya no estaba. Sin aviso, sin testigos, sin explicación.

El colegio, naturalmente, se sumió en el caos.

Comenzó silencioso: los primerizos de Gryffindor —entre ellos un Harry Potter muy despistado— esperaron hasta el final de la clase antes de darse cuenta de que su profesora no llegaría. Tal demora habría pasado inadvertida… de no ser porque la anciana del retrato que custodiaba el pasillo salió de su marco para visitar a su hermana, justo ese día, invitada a tomar té.

—¡Solo iba a ser una visita breve! —se lamentó luego, abaniconándose—. ¿Cómo iba yo a saber que una profesora desaparecería mientras tomábamos galletas?

En realidad, nadie pudo culparla. Desapariciones en Hogwarts no eran extrañas, pero de otro tipo: que Peeves se esfumara por una tubería para gastar una broma, habitual; que un caldero fuera hurtado por un Slytherin, rutina… ¿pero una profesora que se esfuma de su propia aula? Eso sí era catástrofe.

La noticia recorrió el profesorado como un mal conjuro.

—¿Desaparecida? —protestó Flitwick, al borde de caerse de su torre de libros—. ¿Se convirtió en un clip de papel otra vez?

—¡No Minerva! —jadeó Sprout, dejando caer una mandrágora—. ¡Siempre es puntual!

—¡Lo vi en las hojas de té! —decretó Trelawney, aferrándose al chal—. ¡El Grim nadaba en su taza esta mañana!

Snape solo rodó los ojos y murmuró:

—Incompetencia, supongo.

En su despacho, Dumbledore se quedó con las manos en flor de loto frente al mentón y los ojos entrecerrados:

—Debí prever más contingencias —murmuró, inclinándose sobre el Pensadero.

Le tentaba bajar a los calabozos para interrogar a Quirrell, pero algo en el tic de su ojo y sus constantes murmullos le imponía precaución. Mejor esperar… por ahora.

El Debate en la Sala de Profesores

En el comedor de staff estalló un debate apasionado.

—¡La atacaron! —sentenció Sprout, aferrando sus guantes como un salvavidas.

—¡O la transfiguraron! —chilló Flitwick—. ¡Tal vez sea un pomo de puerta o un platito de té!

—Les digo que fue Peeves —replicó Madam Hooch—. ¡Ese poltergeist se ha pasado de la raya!

Peeves, escondido en el candelabro, rió a carcajadas:

—¡Ojalá hubiera sido yo!

—Los espíritus me lo advirtieron —añadió Trelawney—. ¡Su aura se estaba deshilachando!

—Cállate ya —bufó Snape.

Sin McGonagall y sin testigos fiables, las explicaciones posibles se multiplicaban: ¿habría abandonado Hogwarts? ¿La secuestraron? ¿Se habría concedido unas vacaciones animaga? Ni siquiera el retrato en el pasillo sabía si la profesora había llegado o desaparecido antes de entrar.

En resumen, Hogwarts era un caos.

Los alumnos susurraban teorías descacharrantes:

—¿Alienígenas?

—Está de sabático.

—¿Será una licántropa?

—¡Se fugó con el profesor Vector!

La última teoría valió una detención rápida.

El Cultivador Inquebrantable

Mientras todo ardía en conjeturas, Luke Heaven-Smith avanzaba con serenidad por los pasillos, cargando en brazos a su gato —que dormía emanando una dignidad felina imperturbable—.

El caos no le alteraba un ápice. Sus pasos eran deliberados y gráciles, el andar de un cultivador con paz interior… o más bien de alguien que no dormía y no comía desde el día anterior.

Llegó a sus aposentos, una amplia cámara compartida con su madre gracias a su nuevo título de profesora. Allí la encontró sentada en el sofá, leyendo con la misma concentración que si intentara descifrar "Internet", un fenómeno que en esta línea temporal aún no existía.

—Madre —anunció Luke con voz profunda y deliberada—, ¿por qué traigo este gato?

Elizabeth alzó la vista y levantó una ceja.

—¿Por qué traes un gato?

—Lo encontré en un aula —respondió Luke solemnemente—. Emana energía espiritual… o al menos un aura muy obstinada.

Elizabeth dejó el libro y se acercó a examinar al felino.

—Es hermosa —murmuró—. Tan regia.

Luke colocó al gato en un cojín y extrajo un trozo de metal. Con un chasquido de su varita lo transfiguró en una jaula plateada ornamentada, no para encarcelar al animal, sino como formación defensiva digna de proteger a una bestia celestial.

—Esta escuela —murmuró— no es tan segura como sus muros encantados aparentan.

—¿Una jaula? —inquirió Elizabeth—. ¿Para qué?

—Para protegerla —aclaró Luke—. Tejida con runas. Por si acaso.

She shrugged and returned to her book.

El aposento, equipado con luz encantada, cocina en miniatura, dos camas y estantería, podía acogerlos cómodamente por meses… tal vez años. El sol vespertino trazaba vetas doradas en el suelo de piedra.

—Me muero de hambre —anunció Luke.

—¿No comiste hoy? —preguntó Elizabeth.

—Entre cultivación y agotamiento, no me senté a comer.

—¿Picnic?

—Picnic.

El Picnic a Orillas del Lago

Juntos prepararon un cesto sencillo: sándwiches, jugo de calabaza, unos dulces y un termo de té. Luke portó la cesta; Elizabeth la manta.

Caminaron en silencio hasta la orilla del lago. Detrás, el castillo bullía como un hormiguero azotado por un troll: profesores lanzando hechizos, alumnos asomando cabezas, una segunda año jurando haber visto a McGonagall convertida en ardilla.

Nada de eso alcanzaba el refugio junto al agua. Allí, bajo el sol que menguaba, extendieron la manta y dispusieron la comida.

—Me pregunto si los patos aquí son mágicos —musitó Luke, lanzando una migaja al agua.

Un pato la atrapó al vuelo, graznó y estalló en una nube de purpurina.

—Anotado —asintió él.

Elizabeth sorbió su té, y comieron en calma mientras Luke relataba sus andanzas en el aula, adornándolas con elegante exageración. Elizabeth asentía con paciencia, y el lazo entre ellos, firme y sosegado, llenaba el aire más que cualquier conjuro.

A lo lejos, un profesor gritó:

—¡Revisad las mazmorras!

—¡Podría haberse vuelto invisible!

—¡¿Por qué?!

—¡No lo sé, quizás experimentaba!

—¡BIBLIOTECA!

—¡VIVES EN LA BIBLIOTECA!

Luke dio un bocado de su sándwich:

—El pan mortal ayuda a enraizar el alma.

Elizabeth alzó la copa y brindó. Luke hizo lo mismo.

Minerva McGonagall, Prisionera Felina

Minerva McGonagall reflexionaba sobre la vida. Sus pensamientos vagaban en la bruma de quien ha sido obligado al encierro y al ridículo. Llevaba horas atrapada en forma de gato, encerrada en una jaula tejida con sellos protectores y perfumada con sachets de lavanda.

Luke había grabado runas defensivas en la base. —¿Será un genio? —se preguntó la profesora—. No, sólo repite tonterías. Una runa repele espíritus; otra parece un glifo tibetano para que te tropieces con la mesa.

Mientras tanto, Luke y Elizabeth compartían sándwiches bajo el sol, riendo y comentando cómo Luke imitó a un ganso para explicar un conjuro y cómo Elizabeth fingió asombro cuando él presunción que había domado a un espíritu de nube exigiéndole puntualidad.

Minerva dejó escapar un largo meow trágico.

—¿Cómo he llegado a esto?

Minerva McGonagall, prodigio de la Trasfiguración, ex-Jefa de Curso convertida en leyenda, duelista aclamada que se midió con Mortífagos y sofás poseídos… reducida ahora a un felino prisionero.

Al inicio, rugió en privado, maulló con rabia y planeó su venganza: demoter al muchacho y dictar un compendio titulado Por qué no debes encarcelar a tus profesores.

Pero las horas pasaron.

Y a medida que el sol descendía, su furia se ablandó.

Comenzó a imaginar su futuro: ¿quedaría atrapada así para siempre? ¿Mascota mágica? Se vio adorada al calor de un cojín, con alumnos escribiendo tesis sobre su ascensión felina. Se estremeció de solo pensarlo.

Luego, su corazoncito —ese que se creía imbatible— sintió un curioso alivio.

—No más planificación de clases, ni audiencias disciplinarias, ni discusiones con Peeves… sólo siestas al sol y… ¿un bocado de queso?

Sus bigotes se relajaron. La idea, extrañamente tentadora.

—Quizá empiece aceptando el próximo cuenco de leche sin fruncir el ceño…

Se acurrucó sobre sus patas, se imaginó el alféizar favorito y meditó en la deliciosa ironía del destino.

—Sí. Puedo vivir así.

—Soy Minerva McGonagall. He sobrevivido a peores.

—Seré la gata más digna, leída y discretamente crítica que este mundo haya visto.

Con un último meow, aceptó su nuevo papel.

Sob. Sob. Meow.

 


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