Marvel: Dragón Blanco

Chapter 22: Capítulo 17 -Lo que el Hielo Guarda. Ofrenda de Migajas, Banquete de Silencios



Ubicación: Kamar-Taj – Ala de la Contemplación Silente – Mismo Día del Encuentro entre Nick, los X-Men y la Interferencia de Daredevil en el Muelle etc...

Kamar-Taj – Ala de la Contemplación Silente

El aire helado dentro del orbe de energía naranja, que vibraba con un zumbido apenas perceptible, se mezclaba con el calor residual del cuerpo de Crysvélia. En su forma humanoide, más compacta y vulnerable, la dragona exhaló con lentitud.

Un pequeño penacho de vapor blanco emergió de sus labios, danzando por un instante antes de disiparse en el interior translúcido del escudo. Aquel aliento, manifestación visual del frío persistente, era la única señal de movimiento en su figura hasta ese momento.

Sus párpados, que en algún punto durante el descenso de la temperatura se habían cerrado, se alzaron con una lentitud casi perezosa. El ámbar intenso de sus ojos volvió a inundar el espacio, escudriñando el entorno. No había pánico, ni sorpresa. Solo una observación desapasionada de la realidad que la rodeaba. Su mirada recorrió las paredes internas del orbe, donde la luz anaranjada pulsaba suavemente, hasta posarse en el suelo bajo ella.

El tapiz y los cojines seguían duros, petrificados bajo una capa de hielo transparente. Las intrincadas "telas de araña" de escarcha aún se aferraban a las superficies cercanas, aunque el resto de la habitación había sido restaurado. Era un contraste curioso: un fragmento de tiempo congelado en medio de un presente en movimiento. Sin un parpadeo, Crysvélia comprendió la situación. Su poder había dejado una huella física, un impacto que la magia temporal de La Ancestral había revertido en el exterior, pero no dentro de su propia zona de influencia directa.

Con una serenidad inmutable, la niebla blanca de su Bio-Energía Cósmica Primordial comenzó a retraerse. El aura luminosa se disolvió lentamente, absorbiéndose de nuevo en su piel pálida, dejando su figura flotante despojada del velo etéreo. Su cuerpo descendió con suavidad, posándose en silencio sobre la superficie helada del cojín.

En cuanto la energía de Crysvélia se contuvo por completo, el orbe de contención respondió. Los filamentos de luz naranja que lo conformaban empezaron a deshacerse, replegándose sobre sí mismos con la misma fluidez con la que habían emergido. El zumbido se desvaneció, y en cuestión de segundos, el escudo dejó de existir. Entonces, la calidez restaurada por el Ojo de Agamotto comenzó a infiltrarse lentamente en el microclima helado que Crysvélia había dejado tras de sí.

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Con un movimiento grácil, casi imperceptible, Crysvélia se incorporó del cojín de meditación. Sus pies, que minutos antes estaban entrelazados, ahora sentían la superficie helada del tapiz congelado. Se alisó con calma el vestido que ceñía su esbelto torso, un diseño sencillo pero elegante que caía fluidamente en un blanco nacarado con destellos celestes, revelando sus hombros y espalda. Cada gesto era deliberado, carente de prisa o nerviosismo.

Una vez que su atuendo estuvo en orden, sin una sola arruga, su mirada inexpresiva se dirigió hacia la salida.

Con pasos lentos y mesurados, Crysvélia comenzó a caminar. El sutil eco de sus pies descalzos sobre la piedra pulida era el único sonido que rompía el silencio restaurado del Ala de la Contemplación Silente. A poca distancia, la Ancestral la siguió, con las manos entrelazadas a la espalda y sus túnicas azafrán ondulando apenas con su propio andar. A diferencia de la impávida Crysvélia, un halo de serena sabiduría parecía envolver a la Maestra de las Artes Místicas. Una sonrisa tenue, casi imperceptible, jugaba en sus labios, y sus ojos calmos y profundos reflejaban el conocimiento de siglos, como si cada paso fuera parte de una danza cósmica que solo ella podía escuchar.

Salieron del Ala de la Contemplación Silente, adentrándose en uno de los largos pasillos de piedra de Kamar-Taj. La luz aquí era más directa, filtrándose a través de tragaluces tallados en el techo, creando haces de polvo danzantes en el aire. El silencio era distinto al de la sala de meditación: un silencio de reverencia y estudio, interrumpido ocasionalmente por el murmullo lejano de cánticos o el susurro de páginas de pergamino al ser pasadas.

Mientras avanzaban, la Ancestral rompió el silencio —. Crysvélia —dijo con una voz suave, como el murmullo de un río que atraviesa una montaña eterna, pero con la resonancia serena de una verdad que no necesita alzarse para imponerse. La sonrisa en sus labios, casi imperceptible, se mantuvo en sus labios, más sabiduría que un gesto, más invitación que afecto.

—Has estado con nosotros una semana —continuó, sin volverse, como si sus palabras brotaran del espacio mismo entre ambas—. Y he observado cómo tu energía se manifiesta —hubo una breve pausa, lo justo para que la atmósfera respirara.

—Dime… ¿crees que el hielo es una elección... o es un eco? ¿Un reflejo de tu poder… o de algo más profundo que te habita? — La pregunta no cayó como un juicio, sino que flotó en el aire con una gravedad sutil, como si su propio peso estuviera en las múltiples capas de significado que la componían. No exigía una respuesta inmediata. Invitaba a mirar hacia adentro, más allá de la superficie del poder, hasta el umbral mismo del alma.

Crysvélia no respondió de inmediato. Sus pasos continuaron con la misma calma, sus ojos posados al frente, indiferentes al peso de la pregunta que aún flotaba entre ambas—. No lo sé —respondió finalmente, con una voz serena, carente de angustia o duda—. Siempre ha estado ahí.

Sus palabras eran escuetas, pero no evasivas. Eran como piedras lanzadas en un lago quieto: pequeñas en forma, pero profundas en su resonancia.

—No lo estudié. No lo entiendo. Solo lo uso —añadió después de una pausa, como si explicara algo tan trivial como el clima.

La Ancestral asintió suavemente, como si esa respuesta fuera exactamente la que esperaba, y aún así no dejara de abrir nuevas rutas de pensamiento.

—¿Y nunca sentiste curiosidad? —preguntó, sin reproche ni exigencia—. ¿Jamás te preguntaste qué es esa energía que responde a ti? ¿De dónde proviene? ¿Por qué obedece?

Crysvélia ladeó apenas el rostro, lo suficiente para que el ámbar de sus ojos se cruzara con los de la Hechicera Suprema.

—¿Acaso tú cuestionas cada respiración? —replicó sin arrogancia, pero con la fría lógica de quien no ve el sentido en desmenuzar lo obvio—. La energía fluye porque quiere hacerlo. No necesito saber por qué.

Yao sonrió, esta vez con una chispa más visible en los ojos, un destello de aprobación y desafío al mismo tiempo.

—Esa es una forma... primigenia de vivir. Como los dragones del origen. O como los elementos antes de que el lenguaje los nombrara. Pero incluso el viento tiene memoria, y la memoria, aunque no lo busque, guarda propósito.

Crysvélia guardó silencio. No porque no tuviera respuesta, sino porque no sentía la necesidad de darla.

La Ancestral continuó, su tono más suave aún, como si tejiera una idea con la delicadeza de una seda milenaria:

—No necesitas saber por qué respiras para hacerlo… pero si alguna vez tu aliento "se" congela el mundo, no sería sabio ignorarlo del todo. El poder que no se comprende... a veces decide comprenderse a sí mismo. Y no siempre pregunta si estás listo.

Ambas caminaron en silencio unos pasos más. El aire en el pasillo parecía haberse vuelto más denso, no por tensión, sino por significado—. No me quedé para entenderme —murmuró Crysvélia finalmente—. Sigo aquí porque me dijeron que debía quedarme quieta.

—Y sin embargo, aquí estás —respondió Yao, sin dejar de sonreír—. En el único lugar del mundo donde quedarse quieto puede significar avanzar.

Crysvélia no respondió. Ambas caminaron en silencio unos pasos más. Pero no había tensión entre ellas, solo un silencio cómodo, como el de quienes no necesitan llenar el aire con palabras. Crysvélia avanzaba con la serenidad propia de su especie y su carácter, mientras que la Ancestral, con los brazos cruzados a la espalda y una leve sonrisa en los labios, se desplazaba como si el mismo santuario respirara con su andar.

El pasillo que se extendía frente a ellas, aún bañado por la luz solar que se filtraba desde los tragaluces tallados en el techo, proyectaba haces danzantes de polvo suspendido en el aire. La piedra bajo sus pies conservaba el calor de la mañana, y el ambiente poseía la reverencia serena de los espacios consagrados al conocimiento.

Sin embargo, a medida que avanzaban, la luz natural comenzó a menguar. Los tragaluces quedaron atrás, y el pasillo descendió con una inclinación sutil, llevándolas hacia una sección más profunda. Las sombras se alargaron, y las paredes, antes cálidas y talladas con motivos abiertos, se tornaron lisas, pulidas y levemente iridiscentes. Una luz distinta emergía del entorno: no provenía de ninguna fuente visible, sino que parecía brotar del propio mineral que conformaba el corredor. Su tono era tenue, oscilando entre ámbar antiguo y blanco espectral, como la luz de una luciérnaga atrapada en cuarzo.

Entonces se detuvieron.

Frente a ellas se alzaba una puerta de madera oscura, del mismo tono que una noche sin luna. A diferencia de otras entradas del santuario, esta no poseía bisagras, aldabas ni marco aparente. Solo un símbolo estaba tallado en su centro: un ojo estilizado, de líneas sutiles y simetría perfecta, cuya presencia parecía mirar más allá de lo físico. Y era la misma puerta por la que Crysvélia había cruzado días atrás al ingresar al pasillo que conduce al Ala de la Contemplación Silente, solo que ahora, en su reverso, revelaba su propósito de umbral.

La Ancestral se detuvo frente a ella sin tocarla. Su postura seguía erguida, con los brazos aún cruzados a la espalda, y su sonrisa suave persistía serena. No miró a Crysvélia ni pronunció palabra alguna.

En ese momento no hacía falta.

La puerta se abrió por sí sola, con un crujido suave como el roce de un pergamino antiguo. Más allá, se extendía el mismo corredor que Crysvélia había recorrido para llegar, ahora visto desde el otro lado: Era un pasadizo de transición, un espacio entre lo sagrado y lo más "cotidiano", entre lo que se comprende y lo que se siente.

Ambas cruzaron el umbral sin dudar, sus pasos resonando con un eco breve sobre la piedra. El umbral quedó atrás, cerrándose en silencio como un párpado que protege un sueño. Así, otro pasillo las envolvió nuevamente, no como un túnel, sino como una vena viva del santuario, pulsando en la penumbra con una energía antigua que daba inicio a otro tramo del camino.

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El mármol cálido bajo sus pies descalzos cambió de textura al llegar a un nuevo umbral. Las escaleras amplias se abrían ante ellas como el inicio de una respiración larga. Al subir el último peldaño, la terraza abierta se desplegó sin premura, revelando nuevamente la inmensidad del santuario.

La mañana en Kamar-Taj respiraba frescura.

El cielo era de un azul profundo, interrumpido apenas por jirones de nubes tenues. La luz del sol recién ascendido se filtraba con una suavidad casi líquida, acariciando tejados terracota, muros antiguos y barandas de piedra ornamentada. A lo lejos, el Pabellón de los Ciclos vibraba con vida: los aprendices trazaban giros de fuego y luz, con los anillos mágicos moviéndose con precisión hipnótica al ritmo de sus gestos entrenados.

Desde su posición, Crysvélia los observó con la misma atención que dedicaría a un río al fluir. Sin juicio, sin asombro, solo absorbiendo la esencia del movimiento. Junto a ella, la Ancestral sonrió con una serenidad antigua, aunque esta vez, no se detuvo a contemplar.

—Tengo algo que atender —dijo con voz baja, apenas por encima del viento tibio—. Pero Kamar-Taj sabrá guiarte… si caminas sin resistirte —alzó una mano, no hacia Crysvélia, sino hacia el aire frente a ellas.

Un pequeño giro de su dedo índice bastó para que una esfera flotante de luz anaranjada emergiera de la nada con un leve destello. Su superficie oscilaba como una linterna de papel viva, y emitía un tintineo etéreo, parecido al de una campanilla atrapada en cristal.

—Síguela. Te llevará a tu cuarto —añadió, sin más explicaciones.

Dicho eso, dio un paso hacia adelante y, con la misma naturalidad con la que uno respira, desapareció del suelo. Su túnica ondeó un instante antes de que la gravedad se la llevara hacia abajo, cayendo en vertical desde la terraza hasta aterrizar con una gracia imposible sobre el tejado del Pabellón de los Ciclos. Nadie allí pareció sorprenderse. Era como si el templo mismo estuviera acostumbrado a que los sabios bajaran como el rocío.

Crysvélia, sin expresión visible, giró los ojos hacia la esfera. La bolita se movió en el aire, avanzando con lentitud, como una luciérnaga que supiera el camino a casa, y sin decir palabra, la dragona comenzó a seguirla.

El trayecto fue silencioso, aunque cargado de pequeños signos de vida. Cruzaron un arco de piedra cubierto de hiedra brillante. A su paso, algunos aprendices levantaron brevemente la vista, más por sentir su presencia que por oírla y la miraron un poco sorprendidos por su apariencia.

Los muros estaban grabados con escrituras flotantes que cambiaban de color según el ángulo de la luz. El aire llevaba notas de incienso, madera vieja y rocío, una mezcla que solo Kamar-Taj podía destilar.

La esfera flotó hacia una escalera lateral y descendió con gracia. Crysvélia la siguió sin prisa.

El pasillo hacia el que entraron parecía más estrecho, pero no menos cuidado. Tapices de meditación colgaban entre puertas discretas, y cada una parecía guardar historias que no necesitaban palabras. Finalmente, la esfera se detuvo frente a una puerta sencilla, de madera clara pulida y sin manija.

Un único símbolo se hallaba tallado en el centro: un patrón circular que recordaba una ola congelada en el instante justo antes de romper. Y Crysvélia se detuvo. La esfera titiló una última vez… y se desvaneció en un pequeño suspiro de luz.

Seguidamente la puerta se abrió sola, despacio, como si respirara. Crysvélia no necesitó confirmación. Comprendió que, este era el final del trayecto, o al menos de este tramo. Y sin cambiar el ritmo de su andar, cruzó el umbral.

Apenas sus pies tocaron el interior, la puerta se cerró con un suave suspiro detrás de ella, como si el cuarto la acogiera con el respeto de un guardián silencioso. La luz era tenue, cálida, sin fuente visible. No provenía de lámparas, ni de velas, ni del exterior, sino que parecía emanar suavemente desde las vetas mismas de las paredes, como si el lugar respirara en una paz luminosa. Era una penumbra dorada que no ocultaba los detalles, sino que los susurraba.

El espacio no era amplio, pero tampoco pequeño. Poseía proporciones que invitaban a la contemplación, al recogimiento. El suelo era de piedra pulida, cubierto parcialmente por una alfombra tejida a mano, con hilos de cobre y azul profundo que dibujaban un mandala antiguo, sus bordes ligeramente desgastados por generaciones de pasos silenciosos. A un lado, se alzaba una cama baja, apenas elevada del suelo, con un colchón de lino suave cubierto por mantas de tonos arena y blanco roto. Sobre ella, reposaban dos cojines largos, uno de ellos con bordados en forma de olas congeladas y otro en espirales solares, símbolo de la dualidad entre quietud y fuego interior.

El techo era abovedado, de piedra clara con incrustaciones de minerales que brillaban tenuemente al compás de la respiración de la habitación, como si respondieran a una energía que sólo los iniciados sabían nombrar. Del centro colgaba una esfera hueca, suspendida por filamentos dorados, que no emitía luz ni sonido, pero cuya sola presencia evocaba equilibrio.

Un nicho abierto en la pared contenía objetos de contemplación: cuencos metálicos, piedras lisas, un pequeño espejo de obsidiana y una pluma negra curvada como si aún llevara viento de otra vida. Más arriba, en una repisa estrecha, yacía un pergamino enrollado sostenido por dos figuras de león, cada uno con un ojo cerrado y el otro abierto.

Frente a la cama, una pared completa se abría como un ventanal sin cristal, dando a un patio interior ajardinado. Aunque invisible desde la puerta, desde este ángulo se divisaba un cerezo de hojas blancas, que dejaba caer pétalos con la lentitud de quien conoce todos los tiempos. El aire que entraba traía consigo el perfume suave del musgo húmedo, de la piedra templada por el sol y de una flor que aún no había abierto.

Crysvélia no pronunció palabra, ni mostró emoción alguna. Pero sus pasos la llevaron a sentarse en el borde de la cama, su vestido cayendo en ondas sobre la alfombra. Por un instante, no hizo nada. Ni suspiró, ni cerró los ojos. Solo se quedó allí, como si ella también fuera parte de la arquitectura.

Había calma.

Pero no era la calma vacía del silencio muerto, sino la que precede al despertar. Un umbral, no de sueño, sino de conciencia.

En ese momento, justo cuando el silencio de la habitación parecía volverse parte del mobiliario, la puerta se abrió sin ceremonias. Sin golpeteos previos. Sin timidez. Entró una figura pequeña, con un movimiento un tanto inseguro pero lleno de determinación, como si estuviera cumpliendo una misión muy importante... aunque no supiera exactamente por qué la había aceptado.

Vestía túnicas de aprendiz en tonos suaves, con el dobladillo un poco torcido como si se las hubiera puesto a toda prisa. Tenía el cabello largo y púrpura oscuro, recogido en una coleta que ya comenzaba a desordenarse, y una sonrisa tan amplia como sincera le iluminaba el rostro. Su piel era clara y tersa, ligeramente sonrosada por la caminata apresurada hasta allí.

Entre sus brazos, como si llevara un relicario sagrado, sostenía al pequeño fénec, dormido a medias y enroscado sobre sí mismo, con el hocico enterrado en su cola y las orejas apenas temblando. En su otra mano, envuelto cuidadosamente en un paño de lino, traía un panecillo redondo, decorado con pétalos de loto secos y un leve glaseado traslúcido que aún soltaba un aroma dulzón y cálido.

Al levantar la vista, sus ojos, grandes, curiosos y de un café claro parecido al chocolate, se toparon con Crysvélia.

Y se detuvo en seco.

La aprendiza no supo si dar un paso atrás o arrodillarse. Porque lo que tenía enfrente no era una persona cualquiera. La mujer sentada sobre la cama, inmóvil y serena, parecía más bien una diosa exiliada del hielo eterno, con sus cabellos largos y pálidos cayendo como agua de luna y los cuernos curvos sobresaliendo sutilmente de su cabeza como una corona antigua. La luz tenue de la habitación no hacía sino reforzar su aura, resaltando su piel marmórea y los ojos de ámbar que la miraban... o no. Era difícil saberlo.

La aprendiz tragó saliva con suavidad.

—E-esto... hola... —dijo, con la voz repentinamente bajita, como si no quisiera interrumpir algo que no comprendía—. Soy... eh, bueno, me llamo Nyi-La. La Maestra Yao me pidió que... que cuidara de este pequeñín —alzó un poco al fénec, que entreabrió un ojo sin mucho interés y luego volvió a acomodarse—. Y que... cuando tú salieras... te lo trajera de vuelta. Ah, y también me dijo que podía darte esto.

Con movimientos tan ceremoniosos como desordenados, extendió el pequeño pan de loto como si fuera una ofrenda a una deidad, con una mano y una leve reverencia.

Crysvélia no respondió.

Ni con un gesto.

Ni con una palabra.

Solo desvió lentamente los ojos hacia el fénec, luego hacia el panecillo, y finalmente a la aprendiz. Y en esa mirada ausente, pero no indiferente, había una forma de atención extraña, la clase de silencio que pesa más que cualquier conversación.

La dragona extendió una mano sin apuro y tomó el pan. No dijo "gracias". No asintió. Solo se volvió hacia el fénec, que ya había olfateado el aroma y comenzaba a estirarse con lentitud. Como si entendiera que se trataba de comida, dio un pequeño salto hasta el regazo de Crysvélia, y tras oler el pan una vez más, lo devoró sin piedad, dejando solo unas migas y el paño de lino hecho un ovillo.

—W-wow... tenía hambre, ¿eh? —comentó Nyi-La con una risita nerviosa, jugando con un mechón suelto de su cabello—. Pensé que no le gustaría. Algunos animales de aquí son súper exquisitos. A uno de los monjes le robaron su desayuno solo para escupírselo encima. Fue... dramático.

Crysvélia no respondió. Solo observó en silencio cómo el fénec se limpiaba el hocico con una pata y volvía a enroscarse sobre su regazo como si el mundo no necesitara más explicación que eso.

La aprendiz carraspeó, pero no pareció ofendida. Más bien parecía acostumbrada a hablar sola. O quizás estaba agradecida de no tener que esforzarse demasiado.

—Yo... vivo dos puertas más allá. Bueno, no "vivo", solo duermo, porque la mayoría del tiempo estamos entrenando. A veces creo que dormimos más en el suelo que en las camas, jajaja... —guardó silencio un momento—. Bueno. Me alegra que estés bien —dijo tras una pausa, como si intentara llenar el aire con algo más que el aroma del pan recién compartido.

—Aunque, para ser honesta… pensé que serías más... seria. La maestra Yao dijo que eras diferente, algo como "silencio con peso". Pero no pensé que te verías tan… etérea —bajó la voz, como si aquello fuera casi un secreto—. O tan tranquila....

Con el paso de casi un minuto en silencio, Nyi-La se rascó la nuca, buscando algo más que decir. Pero no encontró nada más apropiado que una sonrisa un poco torpe, y un paso hacia atrás.

—Bueno. Si necesitas algo... estoy cerca. De verdad. Dos puertas más allá. —Repitió ese detalle como si fuera vital.

Y entonces, con un pequeño saludo con la mano, salió cerrando la puerta detrás de ella con tanto cuidado que apenas hizo ruido.

Crysvélia no dijo una sola palabra. Pero el fénec emitió un leve bufido de satisfacción, como si aprobara la visita.

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