Chapter 23: Capítulo 18 - El Ojo que Inhaló el Tiempo. Donde el Fénec No Debía Guiar: El Pasillo que Respiró Antes de Cerrarse. El Umbral que Kamar-Taj Olvidó
Kamar-Taj – Cuarto privado de la Ancestral – Mañana del octavo día
La lámpara de aceite proyectaba sombras lentas sobre los estantes repletos de pergaminos, grimorios y artefactos que ya no tenían nombre. El aire, saturado por la fragancia suave de sándalo y jazmín, parecía también contener el peso de algo más: la espera.
Sentada sobre un cojín circular de terciopelo rojo, la Ancestral mantenía los ojos cerrados y las manos sobre las rodillas, en absoluta quietud. En su cuello, suspendido por una cadena trenzada de hilo dorado y cuero tibetano, pendía el Ojo de Agamotto. El artefacto ancestral brillaba con una luz verdosa, suave pero densa, como si acabara de inhalar la respiración del tiempo mismo.
Habían pasado ocho días desde que el Ojo se tornó ciego. Ocho días sin visiones. Ocho días de silencio en el flujo del devenir. Ocho días desde la llegada de ella.
Pero esa mañana, al fin, el Ojo volvió a abrirse. Imágenes deshilachadas, como reflejos en agua revuelta, cruzaron su mente sin orden lógico ni lineal: Crysvélia caminando por los pasillos del santuario, con pasos lentos y mirada ausente. Nyi-La, no muy lejos, sosteniendo con ambas manos un pequeño objeto envuelto en tela. El pequeño fénec, trotando delante, con las orejas en alto y guiado por la curiosidad pura. Una puerta. Un umbral. No de piedra ni de madera, sino de energía y error. Una grieta que no debió abrirse. Una absorción repentina, suave como una inhalación cósmica. Y luego: otro lugar. Más amplio. Más oscuro. Más antiguo.
Y en medio de esa vastedad: Crysvélia… envuelta en su aura blanca, flotando como si se estuviera preparando para algo. Algo que aún no tenía nombre.
Entonces el Ojo se cerró, y la visión se deshizo con un suave suspiro del artefacto.
La Ancestral abrió los ojos lentamente. No dijo nada. No frunció el ceño. Solo se quedó allí, sentada en la misma postura, mientras las últimas notas de sándalo y jazmín aún flotaban en el aire, como si la habitación estuviera conteniendo la respiración.
Pasaron unos segundos. Entonces, sin cambiar de expresión, estiró una mano hacia un pequeño pedestal a su derecha. Sobre él, descansaba una laptop plateada, cerrada pero con una tenue luz azul parpadeando en su borde. El logo de S.H.I.E.L.D apenas era visible en la base, disimulado por una calcomanía circular de invocación dibujada a mano con tinta púrpura.
La laptop estaba encendida, esperando. Y con fluidez, la abrió.
La pantalla resplandeció con un escritorio sorprendentemente moderno, lleno de carpetas ordenadas con nombres que alternaban entre lo místico y lo absolutamente mundano: "Runas Tibetanas – Nivel 7", "Misterios de Muspelheim", "Memes de Wong", y al centro, destacado con un marco dorado, el ícono: Call of Duty 4: Modern Warfare – Online Edition.
La Ancestral, con absoluta naturalidad, ajustó levemente su túnica, colocó los dedos sobre las teclas como si estuviera ejecutando un hechizo silencioso, y susurró, más para sí misma que para el mundo:
—Esta vez no me atraparán en el edificio.
Una nueva partida cargó. En la pantalla, un helicóptero descendía sobre un campo de batalla digital. Y ella, la Hechicera Suprema de una era… era ahora "Y4o_Sn1p3r", lista para desplegarse en Afganistán digital.
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La luz del amanecer atravesaba los ventanales del pabellón interior, colándose entre los pliegues de una cortina color marfil y deslizándose como un susurro cálido sobre los tapices del suelo. El cerezo en flor que crecía justo al otro lado del vidrio proyectaba una danza lenta de sombras blancas que se movían con la brisa.
Todo era quietud.
En la cama, sobre el colchón acolchonado, Crysvélia dormía boca arriba, como si el mundo entero no fuera más que una brisa lejana. Su largo cabello blanco se extendía como una sábana viva a su alrededor, y su rostro, sereno, sin expresión alguna, permanecía inalterable, incluso cuando el pequeño fénec, enroscado sobre su vientre, comenzó a desperezarse junto a ella.
El animal bostezó con un chillido suave y se trepó hasta su cuello, olfateando distraídamente los mechones de su pelo antes de deslizarse hasta el borde del futón y sacudir las patas. Fue entonces cuando la puerta corrediza se abrió, revelando a Nyi-La, trayendo una pequeña bandeja de madera con pan tibio, frutas en rodajas, infusión de jazmín y un recipiente con carne seca que probablemente era para el fénec.
—Buenos días… ¿siguen dormidos? —susurró, aunque ya era evidente que no.
No esperaba una respuesta. Sabía (por la Anciana) que Crysvélia rara vez hablaba si alguien no iniciaba la conversación, e incluso así. Por eso, más su encuentro del día anterior, Nyi-La había asumido que no obtendría palabras de ella esa mañana. O quizá nunca. Pero no le importaba. Después de todo, no estaba allí por voluntad propia.
Había llegado por un "cruce improbable del destino", y desde entonces, Yao le había dado instrucciones claras: cuidar del fénec, sí, pero también de la recién llegada.
Esto último sucedió hoy en la mañana, cuando fue al baño para hacer sus necesidades.
'Sé su guía. A tu manera...'
Eso había dicho la Ancestral. Sin más explicación y sin preguntas.
Nyi-La se acercó, dejó la bandeja a un lado del colchón, y se sentó en cuclillas, mirando con una mezcla de admiración y desconcierto la forma en que Crysvélia apenas abría los ojos, como si su despertar no fuera hacia el mundo físico, sino solo un cambio de nivel dentro de la misma calma.
—¿Te gustaría ir a ver los jardines elevados? O el Pabellón de los Ciclos. Ya floreció la bugambilia púrpura… —comentó, sin mucho entusiasmo en la voz, más por hábito que por necesidad.
Crysvélia no respondió de inmediato, y simplemente se incorporó con movimientos lentos, sin perder ese aire lánguido que parecía envolverla como una niebla. Sus ojos ámbar recorrieron la habitación con pereza, y luego se posaron en Nyi-La, sin juzgar, sin agradecer, simplemente… aceptando.
No era sumisión, tampoco indiferencia. Era solo que nada parecía molestarle lo suficiente como para resistirse. Las cosas brillantes le llamaban la atención, los detalles lindos, más que los grandiosos. Pero fuera de eso, evitaba el conflicto con la misma naturalidad con la que evitaba mostrar emoción alguna. Y no era falta de sentimientos… simplemente, Crysvélia los dejaba muy dentro, donde el mundo no pudiera tocarlos.
—Bien. —fue lo único que dijo con voz suave. Nyi-La sonrió con un gesto rápido y señaló la bandeja—. Primero comemos. A Yao no le gusta que se deje la comida enfriar. Dice que el desayuno es parte del equilibrio interno… o algo así.
Crysvélia asintió, sin entusiasmo, y se sentó nuevamente en el borde. Nyi-La se acomodó a su lado con las piernas cruzadas, partiendo un pan tibio en dos mitades. El fénec ya estaba mordisqueando la carne seca que le habían dejado, emitiendo pequeños gruñidos satisfechos.
Durante unos minutos, el cuarto se llenó solo de sonidos suaves: el crujido del pan, el goteo distante del agua en una fuente cercana, y el ruido ocasional de las patas del fénec sobre la alfombra. Ninguna de las dos habló. No era necesario, solo Nyi-La que estuba jugando un poco con el bebé.
Una vez que terminaron, Nyi-La limpió sus manos con una servilleta de lino y se puso de pie, sacudiendo apenas sus ropas anaranjadas.
El fénec, ya en pie, dio unos saltitos alegres antes de correr hacia la puerta abierta. Nyi-La se apresuró a seguirlo, mientras Crysvélia caminaba detrás de ambos con el mismo paso tranquilo de siempre.
No había urgencia. No había prisa. Solo una caminata más en un día que parecía como cualquier otro... Aunque no lo era.
Los pasillos de Kamar-Taj no eran solo corredores entre salas: eran arterias vivas de historia, decoradas con inscripciones antiguas, cenefas grabadas a mano, y líneas de oro puro que se entrelazaban con piedra rojiza como si marcaran rutas de energía dormida. El sol matutino filtraba su luz a través de ventanales altos con formas geométricas, proyectando figuras danzantes sobre los muros y el suelo.
Crysvélia caminaba sin apuro, su mirada recorriendo el entorno con calma indiferente, sus pasos suaves y desprovistos de toda tensión.
A su lado, Nyi-La, con un trozo de tela envolviendo las frutas sobrantes que la habían obligado a retroceder, hablaba animadamente sobre el Pabellón de los Ciclos, explicando cómo los aprendices lo utilizaban para dominar las Artes Místicas de los Hechiceros de Kamar-Taj. Sus palabras, sin embargo, no hallaban eco. La dragona permanecía en silencio, aunque sin mostrar abiertamente desinterés.
Simplemente escuchaba… como quien observa el agua pasar sin intentar detenerla.
El pequeño fénec, por su parte, caminaba unos pasos adelante. Sus orejas se movían en todas direcciones, captando sonidos imperceptibles para los humanos. De pronto, se detuvo. Olfateó con insistencia una unión entre las piedras de la pared izquierda, y sin previo aviso, giró por un pasadizo más angosto, casi oculto detrás de un tapiz bordado.
Era un camino distinto al del Pabellón de los Ciclos, más frío y menos iluminado.
—¿Ah? —Nyi-La se giró bruscamente—. ¡Fenek! No, por ahí no es…
El fénec ya había desaparecido entre los pliegues del tapiz. Crysvélia, sin alterar el ritmo, simplemente lo siguió. Deslizó los dedos por el tejido suave mientras pasaba, y desapareció detrás de él.
—¡Oye! Espera… —Nyi-La corrió tras ella.
El nuevo pasillo era diferente.
Las paredes eran más estrechas, los símbolos más viejos. No había luz solar aquí, solo faroles encantados con flamas azuladas que chispeaban en silencio. El aire estaba más denso, más seco, como si el lugar no hubiera sido recorrido en años… o más.
Nyi-La bajó la voz instintivamente.
—Este sector está… casi siempre cerrado. Es una zona de almacenamiento… creo. O de prácticas selladas. No hay guardias ni… ni sellos activos hoy, por alguna razón. Es raro —el eco de sus pasos rebotaba de manera extraña.
Crysvélia no respondió. Sus ojos grises estaban fijos al frente, caminando con la misma expresión impasible de siempre, como si el hecho de que estuvieran adentrándose en una zona prohibida careciera por completo de relevancia.
—No deberíamos estar aquí —insistió Nyi-La, bajando aún más la voz—. Podríamos meternos en problemas. O despertar alguna… cosa. Estas salas no se usan desde… —pero su voz se fue apagando. Porque el ambiente también lo hacía.
Cada metro que avanzaban parecía absorber el sonido. Las llamas de los faroles parpadeaban con más lentitud, como si el tiempo mismo se deslizara de manera anormal. El fénec volvió a aparecer unos metros más adelante, esperando junto a una puerta semicircular de piedra, de arquitectura diferente al resto del templo.
Nyi-La tragó saliva.
—Esto ya no es parte de Kamar-Taj moderno… —en ese momento Crysvélia avanzó hacia el umbral. No había peligro en sus ojos, solo una atención profunda y callada, como si sus sentidos estuvieran percibiendo algo que el resto del mundo apenas comenzaba a intuir.
Y entonces, el fénec empujó suavemente la puerta con su pequeño cuerpo. Un leve crujido resonó, demasiado largo para un movimiento tan simple. El aire que salió de la cámara olía a moho, hierro… y energía arcana no usada en siglos.
Primero entró el bebé, seguido de Crysvélia, quien a su vez también fue seguida por Nyi-La. Esta última no estaba del todo convencida y continuó diciendo con voz nerviosa que sería mejor dar la vuelta y reanudar su camino hacia el Pabellón de los Ciclos, pero como de costumbre, Crysvélia no respondió y siguió al Fennec.
Cuando los tres estuvieron completamente dentro, esta vez no fue necesario que nadie cerrara la puerta. Se cerró sola, y el mismo chirrido que al abrirse resonó por la cámara en la que habían entrado, encerrandolos.
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