Marvel: Dragón Blanco

Chapter 24: Capítulo 19 - El Umbral Quebrantado. La Semilla de la Prisión Eterna.



Kamar-Taj – Sectores Olvidados: La Cámara de los Ecos Ancestrales – Mañana del octavo día

La cámara a la que entraron no se parecía a nada de lo que existiera en Kamar-Taj.

No del Kamar-Taj que los aprendices conocían, ni siquiera de las secciones más antigua que los Maestros estudiaban en secreto. Habían cruzado, sin saberlo, un umbral de tiempo más que de piedra. La sala era circular, no amplia en dimensiones pero vasta en presencia, con una pendiente descendente hacia el centro como un cráter ritual. El techo, bajo y abovedado, se sostenía sobre pilares tallados con formas que desafiaban toda arquitectura tibetana conocida: espirales marinas entrelazadas con nervaduras óseas y raíces petrificadas.

De él colgaban cadenas oxidadas, cuyos colgantes fracturados (antiguos sellos de contención) ya no cantaban.

Las paredes no eran lisas. Sus relieves, esculpidos desde dentro hacia afuera, mostraban glifos y espirales incrustados con metales vivos: filamentos de cobre bruñido, plata corroída y un material indeterminado que destellaba con reflejos opalinos al ritmo de la respiración de los intrusos. Entre las losas del suelo, una red de venas luminosas serpenteaba, emitiendo una luz pálida que vibraba como bajo piel.

Había un olor húmedo en el aire, casi subterráneo, como a musgo marchito, piedra mojada y polvo ceremonial atrapado durante siglos.

En el centro exacto de la sala, donde la pendiente cóncava se fundía con el suelo, yacía un disco metálico parcialmente hundido entre las losas. Estaba cubierto de símbolos arruinados por el paso del tiempo: runas que alguna vez fluyeron con poder ahora rotas, desgastadas, como si hubieran sido corroídas por siglos de olvido… o por una fuerza que se negó a ser contenida. Aun así, algunas de ellas brillaban débilmente, trazos de luz bajo el polvo, como cicatrices que se niegan a cerrar.

Y justo sobre ese disco, parado con la curiosidad ingenua de un niño travieso, estaba el pequeño fénec.

Nyi-La lo vio primero.

—¡Fénec… no! —soltó un grito ahogado y corrió tras él bajando unos escalones—. ¡No! ¡Fenek, bájate de ahí! ¡Eso no es un juguete!

Pero ya era tarde.

Apenas el animal movió sus patitas sobre una de las runas centrales, un temblor sordo recorrió toda la sala, como un suspiro atrapado liberándose desde el subsuelo. Las paredes vibraron. Las luces opalinas de los metales y venas del suelo comenzaron a parpadear al unísono, pulsando como si respondieran a un corazón que acababa de despertar. Las cadenas colgantes tintinearon sin viento. Un zumbido grave, casi inaudible, comenzó a llenar el espacio, más sentido que escuchado.

Crysvélia no se movió. Permanecía a unos metros de la posición del Fénec, sin bajar los escalones y observando en silencio. Sus ojos ámbar reflejando las ondas de luz que empezaban a girar en patrones circulares sobre el suelo.

Nyi-La intentó llegar al disco para alcanzar al fénec, pero algo en el aire cambió de peso. Cada paso se volvía más denso. La magia misma del lugar se estaba reactivando, como una cerradura forzada que comenzaba a girar. Y entonces, en el centro del disco, entre los anillos grabados, algo se alzó lentamente en el aire.

Una reliquia.

No había estado allí antes. O tal vez sí, pero dormida, invisibilizada por hechizos antiguos o por su propio diseño.

Era imposible definirlo con exactitud.

En el corazón de la sala, suspendida sobre el disco metálico desgastado, flotaba una presencia que desafiaba la lógica de la materia. Aquello no era un objeto, ni un artefacto en el sentido tradicional. Era una contradicción viviente. Una forma que no mantenía una forma. Desde donde Nyi-La lo miraba, parecía un espejo opaco de bordes curvos; pero al moverse un paso, la misma estructura se transformaba en una lente suspendida, transparente en su centro y envuelta en anillos que giraban sobre ejes invisibles. Para Crysvélia, sin embargo, era algo distinto. Sus ojos perezosos, entrecerrados no por desgano sino por contemplación, percibían algo más profundo: una hermosa gema fragmentada, incrustada con una noche que no pertenecía a este mundo. Una constelación girando dentro de un recipiente imposible, como si el cielo mismo hubiera sido atrapado y encadenado en un fragmento de cristal.

La reliquia comenzó a rotar sin hacer contacto con el aire. Giraba sobre sí misma, sin emitir sonido, y sin embargo, todo el entorno parecía inclinarse hacia ella. Las venas brillantes en el suelo cambiaron de ritmo. Las cadenas suspendidas dejaron de moverse, como si respetaran ese despertar. Partículas doradas, demasiado simétricas para ser polvo, se elevaron desde el centro del disco y comenzaron a girar a su alrededor, como cenizas atraídas por un núcleo invisible.

Crysvélia no se movió, ni un paso, ni un gesto. Su rostro permaneció impasible, los párpados apenas sosteniendo la pesadez de una mirada que no cedía, pero en sus ojos, anclados en el núcleo flotante, ardía un destello tenue, capturando la luz con la quietud de quien escudriña más allá de lo visible. No era sorpresa lo que la inmovilizaba, ni temor, ni siquiera fascinación. Solo curiosidad. Una observación pura, afilada como el filo de un enigma, dirigida hacia la gema.

Nyi-La, en cambio, dio unos pasos hacia atrás. Su rostro, antes solo confundido, ahora mostraba una certeza muda: algo se había reactivado. Algo que no debía. Sintió cómo una presión invisible comenzaba a filtrarse entre las costillas. No era magia común. Era más vieja. Más ancha. Más profunda. La energía misma del artefacto parecía tener memoria. Una memoria que se estaba activando. Dio otros pasos para atrás sin pensarlo, llevándose una mano al pecho, mientras un murmullo comenzaba.

No fue un sonido como tal, ni un eco, ni siquiera una vibración en el aire. El canto no tenía lengua, pero inundaba la cámara como una ola, haciendo temblar cada rincón con una nota muda. La mente de Nyi-La, incapaz de resistirse, comenzó a traducirlo: no en palabras, sino en intuiciones, como si el artefacto hablara a través de lo indecible.

La vibración también alcanzó a Crysvélia, aunque de otro modo. En ella no hubo sobresalto ni alteración física; solo un leve ladear de cabeza, casi imperceptible, un gesto tan pequeño que sólo alguien atento lo habría notado. Era como si algo en su interior reconociera, no con familiaridad, pero sí con una comprensión embrionario, la naturaleza de aquel fenómeno.

Como quien contempla el florecer de una flor que aún no tiene nombre. Y entonces, sin transición ni anuncio, llegó una visión.

No fue una imagen ni una ilusión, sino una transferencia: un pensamiento incrustado a fuego en la conciencia, desplazando la realidad como si otra más antigua, más vasta, más cercana al origen, se superpusiera tras ella. Un espacio sin dirección ni gravedad, oscuro no por falta de luz, sino por negación de sentido.

Fragmentos de geometría arcana giraban a distintas velocidades, como si la lógica misma estuviera suspendida en una órbita rota: esferas partidas, anillos girando dentro de anillos, estructuras que sangraban luz al colapsar. Y al centro, una prisión. Una celda sin forma fija, construida no de piedra o metal, sino de tiempo congelado y magia fracturada, una celda de dimensiones tensadas donde yacía la "criatura".

No podía describirse. No tenía forma estable. Su forma era humo en un instante, luego escamas, después plumas negras, vapor dorado, y carne informe, todo en sucesión caótica. Su rostro era un mosaico de sugerencias cambiantes, y solo sus ojos permanecían: múltiples, parpadeando en lugares distintos, a veces uno, a veces mil, siempre conscientes. No hablaba. No se movía, pero su presencia gritaba con un lamento antiguo y paciente, cargado no de desesperación, sino de estrategia.

Como si aquel ser supiera que su liberación era inevitable... y que el encierro era solo un paso en algo mayor.

La visión se desvaneció sin violencia, como humo reabsorbido por una grieta.

Y cuando lo hizo, Nyi-La cayó de rodillas, su respiración entrecortada no por fatiga, sino por el peso de lo incomprensible. La sala a su alrededor, parecía haberse encogido, las paredes cerrándose como fauces silenciosas. Sus dedos se aferraron al dobladillo de la túnica, buscando en vano palabras donde solo había vértigo.

En contraste, Crysvélia había permanecido impasible. Solo un tenue fruncir entre sus cejas delataba que algo en ella había registrado el mensaje. Qué, exactamente, nadie sabría jamás qué pensaba al respecto. Su silencio era un muro.

La reliquia ya no giraba. Flotaba inmóvil, pero vibraba con sacudidas erráticas, como si algo en su interior forcejeara contra un confinamiento precario. El aire frente a ella comenzó a ondularse, un espejismo líquido a punto de quebrarse.

Y entonces, por primera vez desde que cruzaron el umbral de la cámara, el mundo contuvo el aliento.

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La ondulación en el aire se hizo más definida, expandiéndose desde el centro de la reliquia como tinta derramándose sobre agua, pero en tres dimensiones. No era una forma geométrica precisa, sino una abertura orgánica, un rasgón en la tela misma de la realidad. Al principio, era translúcida, como un cristal de obsidiana humeante, reflejando y distorsionando las venas luminosas del suelo y los extraños grabados de las paredes. Pero a medida que crecía, el negro se hizo más profundo, un vacío denso que no era la ausencia de luz, sino una oscuridad activa, la negrura de un abismo estelar sin estrellas.

No hubo sonido estruendoso, ni un grito del espacio. En su lugar, un silbido tenue comenzó a emanar del portal, un susurro que no era de viento, sino de un vacío respirando, atrayendo el aire con una succión casi imperceptible. La temperatura de la cámara, que ya era fría, descendió aún más, y las pocas motas de polvo que flotaban en el aire comenzaron a acelerar su danza caótica, inclinándose hacia el borde de la abertura. No se precipitaban con violencia, sino que eran aspiradas con una dulce e inevitable atracción, como pétalos cayendo hacia un sumidero invisible.

El pulso irregular de la reliquia se sincronizó con el zumbido creciente del portal, y las venas luminosas del suelo, que antes brillaban con una luz pálida, ahora parpadearon con una intensidad febril, rojas como brasas agonizantes. El umbral del portal se delineó con una línea de luz blanquecina que parecía no emitir brillo, sino absorberlo.

Nyi-La, aún de rodillas, sintió un escalofrío que no era solo del frío, sino de la desesperación. Intentó levantar la mano, extenderla hacia Crysvélia, pero su cuerpo no respondía. Sus músculos se habían vuelto pesados, anclados por una fuerza que no podía nombrar. Sus ojos se abrieron en un horror silencioso, fijos en la figura inmóvil de Crysvélia.

Crysvélia, ajena a la parálisis de Nyi-La, no rompió su contemplación. Sus ojos ámbar, antes fijos en la reliquia, ahora se habían desplazado con una lentitud casi mística hacia el portal en expansión. Su rostro, impasible, no mostraba temor, ni siquiera asombro. Había una serena curiosidad en su mirada, la misma que la había llevado a seguir al fénec por el pasillo prohibido. Era como si el vacío que se abría ante ella fuera una puerta esperada, aunque desconocida.

El fénec, que había permanecido sobre el disco metálico, no mostró signos de miedo. Sus orejas se giraron hacia el portal, moviéndose en pequeños espasmos, y un leve gemido de satisfacción escapó de su hocico. Con un pequeño y decidido salto, abandonó el disco y corrió los pocos metros que lo separaban de Crysvélia, para luego detenerse a sus pies, mirando también hacia la boca del vacío.

Entonces, Crysvélia, sin la menor vacilación, dio un paso adelante. Sus pies descalzos se alzaron del suelo de piedra, y con una naturalidad pasmosa, se dirigió hacia el portal. No caminaba, sino que se deslizaba, su figura esbelta envuelta en su vestido blanco nacarado, como si la misma atracción del vacío la invitara. El aire a su alrededor no se agitó, ni sus cabellos se movieron con violencia. La absorción fue, tal como la Ancestral había previsto, suave como una inhalación cósmica. Crysvélia se hundió en el umbral oscuro, sus rasgos se desdibujaron, y un instante después, desapareció.

El fénec no esperó. Sin pensarlo dos veces, dio un salto. Su pequeño cuerpo se perdió tras la figura de Crysvélia, absorbido con la misma quietud en la negrura.

—¡Crysvélia! —el grito de Nyi-La, ronco y lleno de desesperación, se liberó de su garganta, desgarrando el denso silencio de la cámara. Su cuerpo se sacudió, como si la voz rompiera el hechizo de parálisis. Con la poca fuerza que le quedaba, intentó ponerse de pie, con la mano extendida, pero la energía del portal se contrajo sobre ella.

Antes de que pudiera dar un solo paso, una ola de esa succión silenciosa y abrumadora la envolvió. Fue rápida, inesperada. Nyi-La apenas sintió el tirón en su abdomen, una sensación de caer sin caer, de ser estirada sin dolor. Sus ojos se cerraron por un instante, y cuando los abrió, la oscuridad era todo lo que veía.

Su cuerpo, sin resistencia, también fue absorbido por el portal.

La cámara quedó desierta. El portal, que se había abierto con la lentitud de un suspiro, se cerró con la misma gracia. No hubo implosión, ni destello. Simplemente se replegó sobre sí mismo, la oscuridad colapsó, y el aire volvió a ser uno, liso y sin fisuras, como si la grieta nunca hubiera existido.

El zumbido grave se disipó, las luces parpadeantes de las venas en el suelo se extinguieron, y el disco metálico, antes vibrante, se silenció. Con un golpe seco y pesado, la reliquia que había flotado inmóvil en el centro cayó sobre el disco, produciendo un sonido que pareció resonar en las profundidades del santuario. Una vez más, yacía inerte, como un corazón que ha dejado de latir.

La cámara volvió a sumirse en el olor a moho, hierro y polvo, un lugar olvidado de nuevo, su secreto sellado por la ausencia.

En los pasillos superiores de Kamar-Taj, una red de sensores mágicos milenarios, incrustados en la piedra, comenzó a parpadear con una luz escarlata intermitente. Los símbolos ocultos en las paredes, que llevaban eones dormidos, vibraron con una energía inusual.

En una torre de observación remota, donde los antiguos pergaminos se desenrollaban con la sabiduría de los siglos, un anciano maestro de rostro surcado por el tiempo y ojos tan profundos como el cosmos detuvo su meditación. Su mano temblorosa alcanzó un mapa astral de Kamar-Taj que flotaba etéreo sobre una mesa. En el punto exacto donde se encontraba la cámara prohibida, una nueva y furiosa ráfaga de energía se encendió, antes de extinguirse abruptamente.

El maestro se inclinó, susurrando con una voz que era apenas un soplo de viento:—…el umbral antiguo se ha reabierto… y se ha vuelto a cerrar...

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